Capítulo séptimo
Jalea real
Tras una larga caminata por desérticos páramos y bajo un sol implacable, nuestros héroes, guiados por el explorador hormiga y seis soldados-hormiga que habían aparecido después de que el primero hiciera sonar una especie de silbato con forma de churro... Por fín, divisaron a un tiro de piedra la entrada a la Ciudad Secreta, capital de Hormigalandia. Vista de lejos parecía un volcán apagado del que salían y entraban miles de hormigas obreras y ningún hormigo obrero.
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Sudorosos y hambrientos llegaron por fin al pié del volcán y se dirigieron hacia una de las entradas oficiales, controlada por dos enormes guerreros-hormiga y un pequeño supervisor-hormiga, que les dieron el alto-santo-y-seña
-¡Alto!
-¡Contaseña!
El explorador-hormiga se cuadró ante la guardia, levantó las antenas formando una equis y soltó un pequeño chispazo.
-Contaseña correcta. ¿Y estos cuatro? -pregunta el supervisor-hormiga mirando de reojo a nuestros héroes como si fueran reses para el despiece.
-Prisioneros... solicito salvoconducto para que sean presentados ante la reina de Hormigalandia, que con casi total seguridad decidirá que les hagan puré o bechamel.
El supervisor extiende una de sus antenas y toca brevemente las del exporador, que por un instante se queda confundido y pregunta:
-¿Sombrero pedorrero?
-Exáctamente. Son códigos de arriba, a mí no me mire.
Obediente, el explorador entra en el túnel sin mirar a nadie, pero dejando claro a sus prisioneros que deben seguirle sin arrastrar los pies ni tocar las paredes.
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La entrada a la Ciudad Secreta era oscura, muy oscura. Las paredes, de tierra endurecida, despedían un olor fuerte, como a cebolla vieja. El explorador-hormiga y sus prisioneros avanzaron lentamente a través de varios corredores, galerías y pasillos. Por todas partes pasaban, corriendo y a trompicones, pequeños hombres-hormiga. La mayoría iban muy cargados, otros, de grandes y gruesas antenas blacas, dirigían el tráfico con desesperación y voceando ''llegan tarde, llegan tarde''.
Nuestros héroes fueron conducidos hasta una cámara muy grande, con paredes de color amarillo y enormes estalactitas luminosas, que tuvieron que atravesar en toda su longitud (505 metros, según cálculos de Danalí). Por una ancha galería llegaron hasta otra cámara más pequeña pero mucho más iluminada, en la que destacaba una puerta de bambú -o algo parecido- guardada por cuatro hormigas-soldado grandes y fuertes como caballos, lujosamente vestidos con capa y botas de piel de escarabajo peludo, un arco cruzado sobre el pecho y una especie de carcaj como un cesto de cristal lleno de flechas de colores. Pero lo más imponente era su alto casco tupido de plumas blancas que cuando saludaron al exporador, tras revisar con un golpe de antena su salvoconducto, se agitaron como gallinas cluecas.
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Tras un intercambio de códigos anteniles, como un baile de espadas, se movieron los bambues dejando un estrecho pasillo y el explorador-hormiga les indicó que podían pasar:
-La reina de Hormigalandia les está esperando.
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El estrecho pasillo de bambues movientes les llevó al Salón Real. Contra todo lo imaginado, era pequeño, umbrío y vacío... Hasta que una enorme sombra más negra que la oscuridad descubrió que allí había algo que se movía.
-Acercáos, forasteros... Ponéos cerca para que os pueda oler.
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-La elfo hada dió un paso hacia la oscuridad y preguntó con voz humilde pero firme:
-¿Somos prisioneros o invitados?
Tras un silencio que se hizo demasiado largo, la voz de la reina de Hormigalandia dijo con un profundo suspiro:
-Ni una cosa ni otra. Sois mercancía. Jajajajajajajajaja!!
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Pero en ese momento, la estancia comenzó a temblar. Y nuestros valientes héroes, como estaba tan oscuro, no pudieron ver la cara despavorida de la Reina de Hormigalandia.
Bilbo, dándose golpecitos en la cabeza, pronunció sus famosas divinas palabras:
-¡Ayayai...!
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Imposible perderse el próximo capítulo deeee La vida secreta de las grandes plantas !!!
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